No sé exactamente como sucedió. No me acuerdo de casi nada de mi infancia. Tampoco sé si en algún momento fui una buena persona o si ya desde pequeño era un mal bicho, una persona ruin y mezquina. No hay en mi memoria recuerdos del calor de un hogar o una familia que añorar. Mis amigos, si alguna vez los tuve, marcharon ya largo tiempo atrás para nunca volver. Supongo que ese tipo de cosas te marcan de por vida.
Lo que sí recuerdo como si fuese ayer, son los momentos que pasé en la Casa de los Galitzia. En aquellos días yo debía tener unas diecisiete primaveras. Era un muchacho fuerte, decidido y recuerdo muy bien que había pocas cosas a las cuales tuviese algún tipo de temor. Era un mozalbete con mucho desparpajo y con la cara dura como un pedrusco de cantera.
Debéis comprender, amigos míos, que haya detalles en mi vieja cabeza los cuales recuerde más nítidamente que otros. Como os decía, el joven que en aquel tiempo era, malvivía delinquiendo y metido en sinfín de problemas, uno tras otro. Pero la dureza de tan difícil época exigía de innumerables argucias para poder sobrevivir. Yo me dedicaba a apropiarme de lo ajeno tantas veces como me fuera posible. Era salteador de caminos. Era el ladrón de los pazos.
Rara vez comía caliente o dormía bajo el mismo techo. Cuando no estaba robando a algún pobre incauto, andaba enredando a alguna joven doncella; a la cual seducía con la promesa de amor eterno para posteriormente y una vez consumado el acto carnal coger las de Villadiego y si te he visto… ¡Cómo añoro esos ya remotos tiempos, amigos míos!
No era yo hombre decente, pero eso ya os lo advertí al comienzo de esta narración. Poco me importaban a mí las ridículas leyes del Conde de Villalba o los falsos preceptos del Prior de San Bartolomé. Con un oficio como el mío, sobrevivir era tarea ardua cada día. Así que había que comer bien y beber mejor tantas veces como fuera posible, pues uno no sabía detrás de que esquina hallaría con su destino final.
Aunque en esa época poseía una moral laxa para la mayoría de los asuntos, nunca traté protervamente a ninguna de las mujeres con las que yací. Bandido y embustero era, pero con estilo y gallardía aunque tal cosa os pueda parecer contradictoria. Una cosa que recuerdo bien era que, a pesar de ser feliz subsistiendo de aquella manera, albergaba en mi interior un extraño sentimiento que atenazaba mi alma día tras día.
Fue en uno de esos días tan raros del mes de febrero, soleado pero algo frío, cuando decidí agenciarme un buen botín a costa del primer ingenuo que franquease el paso del Páramo del Rebujal. Ese camino llevaba a la casa de los Señores de Galitzia, familia de rancio abolengo en aquella zona, de modo que era rara la vez que no pasara algún individuo portando algo de valor.
Aquel día, quiso el azar o el destino que me topase con la persona más singular y extravagante que jamás conociere. Aquel día, en aquella vereda, conocí al gran Jon Pérez de Brandemburgo. Os aseguro ya pasados los años que nunca he tratado con persona más sorprendente y peculiar que el Jon el Rojo (conocido así por el llamativo tono de su cabello y su poblada barba)
Como era habitual en mí, no en vano era me encaramé al árbol mejor situado al borde del camino. Allí estuve comiendo moras largo rato sin que apareciese ni un alma. Pero había que tener paciencia cuando uno se dedicaba a estos menesteres. Cuando la mía (que dicho sea de paso era cada vez más escasa) estaba a punto de desaparecer, a lo lejos divisé una figura a caballo que se disponía a entrar en la calzada. Una vez que el jinete se situó sobre el punto estratégico, salté del árbol daga en mano justo delante de él. El caballo se asustó un poco, pero no lo acostumbrado en esos casos lo cual me llamó la atención.
Con la cara cubierta con un viejo pañuelo y una pequeña arma blanca en ristre le grité:
-¡Alto! ¡Quieto ahí! ¡Dadme todo aquello de valor que llevéis encima! ¡Os costará la vida si os negáis!.
El hombre ni se inmutó y el caballo parecía ahora totalmente calmado. Volví a gritarle, esta vez si cabe con tono más firme que la primera vez y procurando agitar bien el cuchillo para que se viera bien:
-¡He dicho que me entreguéis todo lo de valor que llevéis de valor u os rajaré igual que a un cochino!
El hombre permanecía quieto, mirándome sin cambiar el semblante de su cara.
-¡¿Acaso estáis sordo?!- volví a gritarle.
Aquel hombre estaba allí, parado sin hacer ningún tipo de movimiento. Tan solo me observaba con inusitado detalle. Incluso durante un segundo, llegué a advertir cierto tono burlón en su cara.
-¿Pero qué os pasa? – Vociferé extrañado a la par que visiblemente enfadado.
Unos pocos segundos pasaron hasta que las palabras salieron de su boca. A mí ese tiempo en silencio me pareció una eternidad.
-«¿Cómo te llamas, muchacho?»
– ¿Qué? No os importa – Grité.
– «Importa, sin duda. Me gusta saber el nombre de la personas la cuales caen bajo mi espada» – Me contestó sin perder una pizca de aplomo. Creo que fue en ese momento cuando recibí la primera lección de uno de mis mejores amigos y, sin embargo, maestro y mentor.
– Parecéis muy seguro de sí mismo pero quizá os llevéis una sorpresa al enfrentaros a mí, señor mío – Repliqué con tono firme, intentando que no se notara mi creciente nerviosismo.
– «Mi querido amigo sin nombre, si logras sorprender a Jon el Rojo alguna vez, no me quedará más remedio que invitarte a una ronda del mejor brebaje que tenga la mejor de las cantinas que haya por estas lluviosas tierras».
Mi cara en esos momentos debió ser todo un poema, porque en ese momento mi futuro compañero de aventuras echó a reír como un poseso. Evidentemente, ya conocía las legendarias andanzas de Jon el Rojo y su fama como mercenario y aventurero. No podía creer que estuviera ante él. Su barba y su cabello le delataban, eran rojos como el fuego.
– M… Me llamo Alain, señor. – Contesté con una voz tan ridícula que ni parecía la mía.
– «Bien, Alain. Hablemos pues…» – Me dijo sonriendo.
Lo que vino después no lo recuerdo demasiado bien, pues algunos momentos están confusos en mi mente. Desperté en un burdel de la zona, con una resaca de mil demonios, eso sí lo recuerdo. Y también que Jon el Rojo y yo tuvimos que salir por patas de la zona por culpa de no sé qué ofensa a un Duque y su hija la noche de antes (hecho del cual por supuesto, no me acuerdo en absoluto).
Entenderéis que eche de menos esos días ya que no se me da bien hacer otra cosa que no sea robar, pelear y meterme en líos. Y la historia que voy a narrar a continuación dista mucho de aquello y me pone los pelos de punta sólo de pensar de nuevo en la misma, ya que así fue como llegué a conocer a Eliza. Ahora, os contaré que pasó realmente aquella gris semana en la famosa Casa de los Galitzia.