Me llamo Fenrir. Como el feroz lobo gigante de las leyendas que los ancianos navegantes del Norte contaban a mis ancestros. En mi tribu mantuvimos estrechas alianzas con estos señores del frío desde tiempo inmemorial. Mi madre, fuerte y valerosa mujer descendiente de los guerreros del Norte, fue quien me puso ese nombre nada más nacer. Fue un parto difícil, las mujeres de la tribu dijeron que no llegaría a ver la luz del Sol. Se equivocaron. A ella le gustaba contar que llegué a este mundo luchando. De niño, me llamaba su fiero cachorro. Recuerdo que antes de levantar dos palmos del suelo ya sabía usar un arma. Fue mi padre, Ülrich, rey de los bárbaros de las estepas y legítimo Señor de Arreat, quien me mostró el camino del acero. Me adiestró en el manejo del hacha, me enseñó a luchar con las manos desnudas, a montar a caballo por las laderas del monte sagrado. Me educó para ser libre, para vivir siguiendo un único código: Morir por la espada. Fue quien me regaló mi hacha de batalla cuando me hice un hombre, forjada con sus propias manos. Ahora, como muchos de los míos, yace bajo tierra por culpa del terrible mal que asola este mundo.


Obligado a vagar errante, sin rumbo ni morada, soy un nómada de una tribu antaño orgullosa, casi extinta, cuyos miembros están dispersos ahora por yermos y páramos inertes. Hace dos semanas partí de la meseta de Entsteig, cruzando los desfiladeros de Khanduras buscando a uno de los míos. Él cree que es el único que no se ha rendido y que merece la pena luchar por nuestro legado pero no es cierto. Antes de partir, cerca de Brennor, maté a dos criaturas de la noche con mis propias manos. El collar que llevo está tallado con sus colmillos. Si es cierto que aquel al que llaman «El Bárbaro» ha emprendido una última cruzada para derrotar a las huestes de los infiernos abrasadores y revivir Santuario, debo ayudarle. Tengo que encontrarle cuanto antes y combatir a su lado. No pienso retroceder cuando me enfrente al mal ancestral cara a cara. Puede que seamos los últimos guerreros de una raza en declive. Puede que desaparezcamos para siempre. Puede que nuestros días estén contados y el fin esté cerca pero si hemos de morir, lo haremos con el viento en la cara y un arma en las manos. Juro por los antiguos dioses que no luchará solo.

Llegué a Nueva Tristán, siguiendo una pista de las buenas gentes de los pueblos del Este. Allí estuvo El Bárbaro, según me indicó Rumford, el capitán de la guardia. No dudó mi hermano de batalla en combatir a los muertos que se alzaban de sus tumbas, apestando el aire con su nauseabundo hedor, para salir victorioso. Acompañado de una muchacha que conoció en una taberna de extraño nombre, se dirigió hacia el Sur. Ambos habían unido sus fuerzas para acudir al rescate de un tal Deckard Caín, que había sido secuestrado por un Archidemonio. La información era buena, me estaba acercando, pero la duda me corroía: ¿Qué empujó a mi hermano bárbaro a acudir en ayuda de una joven cualquiera? ¿Por qué era tan importante encontrar a un anciano? Al poco tiempo de adentrarme en los bosques sombríos, la lluvia comenzó a caer timidamente. Pasados unos minutos el cielo se oscureció y los truenos anunciaron la llegada de la tormenta. Los cuervos ya avisaron antes pero no iba a aminorar mi marcha por ello. Por fortuna, la tormenta no duró demasiado y llegué pronto al puerto de la ciudadela, situado en una cala rodeada de rocas grises. El sitio perfecto para una emboscada. La ruta más rápida para alcanzarle, me obligaba a usar una embarcación y navegar cruzando el golfo. Y sólo la encontraría en ese lugar.

Puerto-de-la-Ciudadela

El que antaño fue un magnífico enclave para el comercio, ahora era poco menos que un puerto fantasma. Abandonado y destruído por las legiones de los demonios, posiblemente estuviese también infectado de seres maléficos o siervos de la magia. Tenía que ir con cautela, dado que no quería retrasar demasiado mi búsqueda. Desde una loma, divisé una barcaza que parecía estar en buenas condiciones. Con el martillo en la mano izquierda y la espada en la derecha, bajé lo más rápido que pude y me dirigí hacia ella. El olor era cada vez más pestilente, más fuerte. Mi instinto me puso en guardia rápidamente. El hedor a demonio, cada vez más intenso, me preparó para lo peor. Justo antes de llegar al embarcadero, apareció el primer demonio. Se lanzó hacia mí emitiendo un horrible chillido y la boca llena de espuma. Sus ojos rojos, llenos de ira, se apagaron en el preciso instante en el que mi martillo se incrustó en su cráneo.

El resto de miembros de la horda aparecieron justo cuando el primer demonio cayó al suelo desplomado. Conté seis en un principio, aunque no tardarían en aparecer algunos más. Me abrí paso hasta la barca a golpe de espada. Los fétidos siervos del mal gemían de dolor cada vez que el frío acero de mi espada se hundía en su carne roja. Brazos cercenados a gran velocidad, el metal cortante en sus cuellos y mis músculos en tensión. La sonrisa en mi rostro. Nací bárbaro y descendiente de los navegantes del norte, entrené con los mejores maestros a los pies de Arreat y moriría en combate si fuese necesario. De entre las grises rocas no dejaban de aparecer demonios. Cada vez se acercaban más con sus golpes. Una de las mazas casi me arranca la cabeza de los hombros. Si el gran Ülrich no hubiese enseñado bien a su primogénito, estos seres habrían devorado ya mi cuerpo una vez muerto, tras haber sido apaleado y acuchillado. El hacha de uno de los demonios me pasó rozando. No aguantaría mucho más. No me importaba. Era un buen día como otro cualquiera para morir. Pero, de pronto, ocurrió algo inesperado.

Justo cuando un demonio se abalanzó hacia mí por la espalda, escuché el silbido de una saeta. No vi la flecha hasta que ésta atravesó el ojo del engendro. La puntería era excelente. Yo no dominaba ese arma, para los míos era propia de una mujer. Los bárbaros luchamos mejor cuerpo a cuerpo, pocos de nosotros saben manejar un arco con destreza. No localizaba al arquero pero sin duda era bueno. Muy bueno. Las flechas pasaban a mi lado haciendo blanco justo donde él quería. Los demonios caían como moscas, fulminados por sus flechas. Tan solo unos minutos antes los demonios me superaban en número y de pronto se encontraban atemorizados. En las rocas, un Demonio Mayor contemplaba la escena. Era el jefe de la horda, sin duda. Impasible, el ser veía como uno tras otro, sus esbirros estaban siendo aniquilados. Él, al igual que yo, no pudo identificar la posición del arquero. Era bueno. Excepcionalmente bueno. Quedaban pocos demonios vivos, así que continué asestando espadazos. El Demonio Mayor aceptó la derrota, no sin antes bramar enfurecido. Su ensorcedor grito debió de escucharse a gran distancia. Tras esto, los demonios que quedaban en pie comenzaron a correr hacia las rocas. Sin inmutarse, la criatura me miró fijamente y acto seguido se marchó montaña arriba. Extenuado y, he de reconocer que aliviado, guardé la espada y exhalé una bocanada de aire. En el fragor de la batalla no me había percatado de que tenía algunos cortes en los brazos de los cuales no dejaba de emanar la sangre escarlata. Rasguños sin importancia, dijo mi orgullo. «¡Muéstrate, arquero! – Exclamé – «¡Muéstrate y deja que vea el rostro del guerrero que ha salvado mi vida». Varias veces lo intenté de igual manera pero no hubo respuesta. Entonces lo comprendí: Debía partir cuanto antes. Era lo que él quería. Solté las cosas en la barca, la empujé con fuerza y salté dentro. Comencé a remar con fuerza y a medida que me adentraba en el negro mar, en busca de un hérmano, no dejaba de pensar en por qué había salido con vida de aquella cala. La barca se alejaba de la orilla pero aún divisaba las rocas y, aunque no veía a nadie, pude sentir como los ojos del arquero seguían aún observándome desde la lejanía.

Horda-Diablo